Foto: Archivo, ABN.
| | Caracas, 15 de Oct. ABN (Hernán Carrera).- Las estadísticas son implacables: 5.000 estadounidenses se suman cada día a la adicción de cocaína, en un millón aumentó el número de europeos consumidores de ese polvo entre 2006 y 2007. Mucho más extensos son allí los números de la marihuana; más letales, los de la heroína; más desesperanzadores, los de las nuevas sustancias sintéticas. La droga es en el primer mundo un problema de salud pública, sólo que no la combaten médicos ni se le batalla en hospitales. Tras 40 años de fracaso en esa endemia, el diagnóstico es claro pero el tratamiento sigue siendo el mismo: se fuma en Nueva York, se inyecta en Londres, se traga en Berlín; los estertores, que los ponga el tercer mundo.
En una escena memorable de Réquiem por un sueño (Darren Aronofsky, 2000), película memorable como pocas, Harry, un chico veinteañero, clava la heroína y la hipodérmica en una vena que ya no es vena sino cráter. Atrás han quedado sus sueños, y la chica de sus sueños, y la vida, y la dignidad. Atrás ha quedado todo y sólo resta la abyección.
En el mundo hay cuando menos 12 millones de Harrys, según el comedido saber de la Oficina de las Naciones Unidas para las Drogas y el Delito (UNODC, por sus siglas en inglés). Vale decir, doce millones de jóvenes –no demasiado, tampoco muy mayores: de hombres y mujeres en edad laboral estamos hablando– que, tan simple como esto, no pueden vivir sin esa aguja. No pueden trabajar, no pueden estudiar, no pueden amar ni soñar futuros: no pueden respirar sin la sustancia que carcome sus cuerpos y sus almas y les roba todo aliento.
La heroína es quizá la droga más letal de todas: la de adicción más sangrientamente irrenunciable. La que más decididamente acaba con la salud y más férreamente domina voluntades. Pero no es la única. Unos 16,5 millones de Harrys completan el consumo regular de opiáceos en sus restantes variedades (además de aquélla, opio y morfina, principalmente), 16 millones más inhalan cocaína, 33,7 millones toman éxtasis y anfetaminas en tabletas, 165,6 millones fuman marihuana: 232 millones de personas están en manos de las llamadas drogas ilícitas o, si se quiere decir menos patética y más comercialmente, constituyen su mercado. Sin contar, claro, los “segmentos” de alucinógenos y solventes o inhalantes y otras hierbas.
Representan, esas personas, entre 5 y 6% de la población mundial mayor de 15 años y menor de 64, que es el universo aquí contemplado por las estadísticas de la ONU: los niños de 12 ó 13, al parecer, son asunto de sus padres; los “tercera edad” o ancianos, ya se sabe, no lo son de nadie.
Las cifras de la droga, en cualquier modo, han de manejarse con reservas: son estimaciones, en el mejor de los casos –y este de la UNODC podría serlo–, basadas a su vez en estimaciones de otras cosas: de la producción, de las incautaciones, del número de quienes un día, por convicción o desesperación, acceden a un centro médico especializado en busca de desintoxicación. Cada una de esas cosas, además, como proporción de un todo tan sospechado pero desconocido como el origen o la cuantía de los agujeros negros en el espacio sideral.
Se puede así pensar, por ejemplo, que ese porcentaje ha sido inflado por los intereses políticos y económicos que, como en toda guerra, hay también y por supuesto en la que hoy se despliega a escala planetaria contra el narcotráfico. O, por el contrario, que ha sido disminuido para esconder el fracaso –rotundo, por demás– en una contienda que dura ya más de 40 años y agota recursos imparables.
Sea como sea, una cosa es obvia: se trata de un problema de salud pública. Que, por una vez en la historia, se concentra no en los países más depauperados y sanitariamente atrasados, sino en los de mayor desarrollo y más alto estándar de vida. A la droga le gusta el dinero.
CUATRO DE CADA DIEZ
En Myanmar, donde anualmente se cultivan 27.000 hectáreas de amapola, hay cuatro consumidores de heroína por cada mil personas; en Estonia, uno de los más pequeños socios europeos de la OTAN, hay 15, y nueve en la Gran Bretaña. En Colombia, primer productor mundial de cocaína, ocho de cada mil personas inhalan el polvo con regularidad; en Estados Unidos y en España lo hacen tres de cada cien. En México, cuna si no de la marihuana al menos de su fama, 3,3% de la población fuma porros; en Italia esa fruición adictiva llega a los pulmones de 11,2% de la población, en los Estados Unidos a 12,2%, en Canadá a 17%.
El consumo de drogas es, por larga “ventaja”, un problema del primer mundo. El muy voluminoso Informe mundial de drogas que año tras año presenta la UNODC intenta ocultar esa ineludible conclusión, o al menos la dispersa en sus decenas de cuadros estadísticos. Pero basta entresacar de allí mismo algunos datos y sumar. Si se colocan uno tras otro en Estados Unidos, por ejemplo, a los consumidores de las cinco principales sustancias ilícitas –opiáceos, coca, marihuana, anfetaminas, éxtasis–, esa suma arrojará para 2007 un resultado sin duda alarmante: 18,4% de los estadounidenses, casi uno de cada cinco, consumieron alguna de ellas en el mes previo a las encuestas: son parte, pues, de los efectiva o potencialmente adictos.
Y esos son los que lo admiten: los que no temen confesar ante un encuestador desconocido la posibilidad de una adicción que, más allá de éticas, es socialmente penalizada y fácilmente deriva en castigos varios: ser fichado por la policía, perder la beca o el empleo, pagar años de cárcel. En este último caso, además, y hasta el año pasado –el que corresponde a las encuestas–, con una misma sentencia por la posesión de cinco gramos de crack que de medio kilo de cocaína.
Si las cifras de la UNODC parecen altas, conviene prestar atención a otras voces antes de dar por encendidas todas las alarmas. El estudio “Hallazgos de los sondeos mundiales de salud mental de la Organización Mundial de la Salud” (disponible en http://medicine.plosjournals.org) indica, después de pasar revista a 17 países, que el número de los estadounidenses que declaran haber probado cocaína al menos una vez en su vida triplica el de cualquier otra nación: 16,2%. Los que alguna vez han fumado marihuana representan allí –entre los mayores de 15 y menores de 64– el 42,4% de la población: 78,5 millones, en números redondos.
El Departamento de Justicia de los Estados Unidos ahonda en esos datos (ver www.ojp.usdoj.gov/) y resalta su incidencia entre los más jóvenes: en 2006, durante los 30 días previos a la encuesta “Monitoreando el Futuro”, 16,7% de los estudiantes de secundaria fumaron marihuana, y 4,3% lo hizo diariamente. En comparación con las cifras de 1992, esos porcentajes pasaron de 12 a 18% entre los estudiantes de undécimo y duodécimo grados; de 8 a 14% entre los de décimo; de 4 a 7% entre los de octavo. El uso de cocaína fue admitido por 8,5% de ellos, y el de heroína, por 1,4%.
En diciembre de 2007, una encuesta de la Universidad de Michigan estremeció las primeras páginas de los diarios norteamericanos: a la pregunta de qué tan fácil o difícil les resultaba conseguir drogas, los estudiantes de undécimo y duodécimo grados respondieron con un “muy fácil” en 83,9% de los casos para la marihuana. Lo mismo respondió el 49,6% para las anfetaminas, 47,1% para la cocaína, 41,7% para los barbitúricos, 37,5% para el crack, 29,7% para la heroína. De un alucinógeno tan olvidado y supuestamente descontinuado como el LSD, 28,7% afirmaron poder obtenerlo en un día o en cuestión de horas. Entre los estudiantes de noveno a duodécimo grados, uno de cada cuatro (25%) reportó haber recibido alguna oferta espontánea de drogas, en venta o gratuitamente, dentro de las instalaciones escolares.
No son cifras de Harlem o del gigantesco gueto hispano de Los Ángeles. Son estadísticas que cubren todo el territorio estadounidense. Y señalan, entonces, que entre los mayores de 12 son no 78,5 millones, sino 112 millones de personas las que –regular u ocasionalmente, una única vez o muchas– han consumido drogas. Cuatro de cada diez.
Todo esto ahí, en el país que quiere dictar pautas morales al mundo.
UNO DE TRES
No muy distintas, aunque algo menores, son las estadísticas que muestra Europa. Más riguroso que su equivalente de la ONU –o menos cuidadoso o menos hábil en difuminar las ineludibles conclusiones–, el Informe anual 2007 del Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías (OEDT) señala que uno de cada cinco adultos de esa parte del mundo –70 millones, sobre un universo de 350– ha consumido o consume derivados del cannabis: marihuana o hashish. En los 12 meses previos al estudio lo fumaron 23 millones; en los 30 días anteriores, 13 millones.
Cocaína han inhalado o inhalan –o toman, o se inyectan– 12 millones de europeos adultos. Cerca de 4,5 millones lo hicieron en el último año; dos millones en el último mes. Siguen las anfetaminas, con 12 millones de seres que la han probado alguna vez; dos millones de ellos las tomaron en 2007, un millón en los 30 días precedentes. Luego, éxtasis: 9,5 millones, 3 millones en el año anterior, un millón en las últimas cuatro semanas.
Las cifras del opio, cuyos principales productos de mercado son la heroína y la morfina, se incluyen en Europa dentro del rango de “consumo problemático”: aquél que amenaza directamente –y rápidamente– la existencia misma del consumidor. Se manejan por eso con especial cuidado, sin aventurar o inventar números que en realidad nadie conoce. Con base en su incidencia sobre el total de muertes por intoxicación aguda –70% de 7.500 casos en 2004– y en la cantidad real de opiómanos que han recibido tratamientos de sustitución –585.000 en 2005–, se calcula que entre uno y ocho adultos de cada mil son víctimas de estas sustancias particularmente despiadadas: de 350.000 a 2,8 millones de personas. Parecen paradójicamente pocas, pero hay que recordar que la expectativa de vida de un heroinómano es corta. Y sin embargo, tan solo en Italia se estima un crecimiento de 30.000 nuevos adictos al año.
A grandes rasgos, entonces, uno de cada tres europeos –106,3 millones, 30,37% del grupo etario de 15 a 64 años– ha consumido drogas. Uno de cada 10 –35,3 millones– puede en principio ser considerado drogadicto.
Ahí, en el continente de las férreas directivas contra la inmigración indeseable.
MULTIPLÍQUESE EN EUROS O DÓLARES
La UNODC y la OEDT son, qué duda cabe, organismos pragmáticos y no iglesias: a la droga la llaman enfermedad mental, pero en su costo social no se contabilizan ni psiques ni almas. Tampoco sueños truncados, ni cuerpos despedazados. El millón de ciudadanos europeos contagiados de hepatitis C por consumo intravenoso de drogas, o los 3.500 seropositivos que cada año se suman al sida por esa misma causa, cuentan como gasto en camas hospitalarias y no como agonías. De los 600.000 heroinómanos de Estados Unidos se saca una cuenta clara: con un precio al detal de 10 dólares por dosis (hasta $ 250.000 costaba allí un kilo de heroína en 2001), cada uno de ellos necesita entre 150 y 200 dólares diarios para cubrir su adicción, que es como mantenerse con vida: ¿quién suministrará ese dinero?
En Europa como en Estados Unidos, los índices de mortalidad y morbilidad en los adictos superan considerablemente –hasta 10 veces– los de la población en general. En ambos territorios, la droga es una endemia que amenaza las vidas y el bienestar físico de inmensas minorías, y que para la salud mental de la sociedad, como un todo, no es mera amenaza sino problema real e inmediato.
Las estrategias de contención, sin embargo, parecieran a primera vista ser distintas. Las políticas europeas contemplan, como asunto de interés publico, una amplia variedad de programas de prevención y rehabilitación. En no pocos países abarcan, incluso, planes de reinserción social. A reducir la oferta y la demanda dedican cada año, en conjunto, de 13 a 36 millardos de euros (un euro equivale a 1,45 dólares; es decir, 3,12 bolívares). Para ese mismo fin se invierten, tan sólo en programas de cooperación con otros países, más de 750 millones de euros. Y sin embargo, esa inmensa suma de dinero representa apenas entre el 0,12 y el 0,33% del producto interno bruto (PIB) de la Comunidad Europea. Añádase un dato más: de ese monto, hasta un 77% se va en “actividades relacionadas con los cuerpos y fuerzas de seguridad”.
No, no son tan distintas las estrategias de Europa y de Estados Unidos.
En Estados Unidos, el país de las estadísticas y el récord Guinness, se ha calculado en 160 millardos de dólares el costo social de las drogas durante el ya lejano año 2000. La agencia antidrogas (DEA, por sus siglas en inglés: Drug Enforcement Administration), que aporta el dato, abunda en detalles de ese gasto (véase www.usdoj.gov/dea/): en ese mismo año, por causas asociadas a las adicciones se produjeron 600.000 emergencias hospitalarias. Los costos para el sistema de salud estuvieron alrededor de los $ 15 millardos. En el ámbito laboral, otros $110 millardos se fueron en pérdidas de productividad.
¿Mucho dinero? Sí, para cualquier otra economía.
En 1998, año en que 300.000 estadounidenses nacieron ya adictos a la cocaína (www.drug-rehabs.org), consumieron sus compatriotas en drogas la mitad de aquella cifra: 67 millardos de dólares. Cuatro años después, en 2002, el gasto del gobierno nacional en la lucha interna contra esta endemia –pandemia tal vez mejor llamarla– fue la tercera parte de lo fumado y bebido e inyectado: $ 19 millardos. De ésos, se duele la DEA, apenas 1,6 millardos para sus filas.
Cuatro años antes –cuatro presupuestos, cuatro inflaciones atrás–, al solo Plan Colombia se le asignaban 1,3 millardos.
Preguntas
¿Qué tan grave, qué tan serio es el problema de la drogadicción en Estados Unidos y en Europa? La pregunta no es retórica: para el reputadísimo primer mundo, para sus presidentes, sus Congresos, sus policías, sus vetustos reyes y reyezuelos: ¿qué tan preocupante es este asunto?
Humanismos aparte, moralismos aparte: fueron 400 los fallecimientos sin duda alguna provocados por la cocaína durante 2007 en toda Europa. En Estados Unidos, la droga no se menciona siquiera entre las 10 primeras causas de muerte: aparece, bastante más atrás, como cuarta entre las causas accidentales, después de incidentes automotores y no automotores y caídas: en 2002 fueron 12.757 decesos.
¿Le preocupa en verdad al neoliberalismo –salvaje o no– que sus ciudadanos se queden sin mucosa nasal, que se les caigan las narices, que se les calcifiquen las venas, que se deshidraten y les den paros coronarios y mueran –a veces– como perros en un hospital o en un rave? ¿Le quita en verdad el sueño que evadan así la realidad, que se exilien del desempleo y el vacío existencial y tantas veces la miseria –también la miseria– para refugiarse en paraísos de humo y de polvo y de tableta y líquido infernal?
Se señala en el Informe 2007 de la OEDT: “En la mayoría de los países europeos, el cannabis continúa siendo la droga ilegal que más aparece mencionada en las infracciones a la legislación antidroga. En los países en que este es el caso, los delitos relacionados con el cannabis cometidos en 2005 representaron entre el 42% y el 74% de todas las infracciones a la legislación antidroga (…) el cannabis es la droga más comúnmente utilizada en delitos de consumo o posesión de drogas para su consumo. No obstante, la proporción de delitos relativos al consumo de cannabis ha ido descendiendo desde 2000 (…) en la mayoría de los países que han proporcionado datos. Esto podría indicar que los cuerpos y fuerzas de seguridad de estos países persiguen con menos vehemencia el cannabis que otras drogas”.
El cannabis, la marihuana: por mucho, por millones de usuarios o consumidores, la droga más extendida en todo el primer mundo.
Pero claro: esa hierba se siembra y crece en casa. No en lejanos campos tercermundistas, tan decididamente aptos para la hecatombe y los estertores. Para la guerra.
Respuestas
La respuesta a las interrogantes anteriores parece ser evidente. Recuérdese: de los 36 millardos de euros de la lucha antidrogas en el Viejo Continente, 27,7 se van en represión. Para el resto –campañas publicitarias, organización de eventos, encuestas, burocracia (los expertos que redactan esos magníficos informes) y, se supone, también salud– quedan entonces 8,3 millardos. Si se quieren respuestas más que evidentes, precísese entonces: 0,051% del PIB: 50 céntimos de cada mil euros.
Esa respuesta sería todavía más contundente si se pudieran conocer y sumar –realidad inmensurable– los presupuestos secretos y no secretos que Estados Unidos dedica tan sólo a la intervención armada, policial o militar, en los países productores de coca y opio, para luego compararlos con el gasto real en atención médica a, pongamos nada más, sus drogados estudiantes de secundaria o high school.
En las escenas finales de Réquiem por un sueño, Harry aúlla en prisión los síndromes de la abstinencia de heroína. Su bellísima novia, su chica de los sueños, se prostituye colectiva y revulsivamente por un pinchazo. Y su madre, su modesta y ama-de-casa madre, se psicotiza en esa otra adicción, esa otra nota, ese otro viaje de las anfetaminas para adelgazar y ser delgada y hermosa y salir en TV.
Eso, eso es en verdad la droga: una enfermedad que borra la realidad de la que se pretende huir, aunque sólo para instalar otra peor. Una enfermedad que tiene sus cañones y su carne de cañón. Una enfermedad muy útil. Para ellos: los dueños del primer mundo y del tercero también. |
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