El papa Benedicto XVI resucita el infierno
Contra lo dicho por Juan Pablo II en 1999, Ratzinger sostiene que "el infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno"
JUAN G. BEDOYA - Madrid - 23/04/2007
La llamada de Benedicto XVI a la lucha ideológica contra el pluralismo moral y la modernidad incluye reponer el infierno, con mayúsculas. "El infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno", ha dicho el Pontífice romano. "Nuestro verdadero enemigo es unirse al pecado que puede llevarnos a la quiebra de nuestra existencia". Antes había dibujado la figura de un Dios "de justicia", y por tanto, castigador.
En su llamada a la intolerancia con el relativismo y la laicidad, Benedicto XVI ha decidido reponer las armas del catolicismo clásico. El Papa cree que la vida cristiana occidental es "una viña devastada por jabalíes". Para hacer frente a la crisis la fuerza de la Iglesia no está en el diálogo ni en la tolerancia, sino en la vuelta a los orígenes. El Papa exige activismo, no sólo a sus prelados (unos 5.000 en todo el mundo, entre obispos, arzobispos y cardenales); también a los fieles creyentes y, más que a nadie, a los políticos que se llaman católicos.
Las tesis sobre cómo recuperar el protagonismo perdido la expuso Benedicto XVI el pasado 13 de marzo, en una Exhortación pastoral perfilada durante año y medio. Fue el primer sínodo del pontificado Ratzinger. En presencia de cardenales, arzobispos y obispos de todo el mundo, el Papa, presidente durante décadas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la antigua inquisición romana, retó a los reunidos a llegar al meollo de la crisis del cristianismo para que Dios, un "proscrito en Europa", según Benedicto XVI, vuelva a figurar en la agenda de una sociedad de bautizados que ya no hace caso a la religión.
La proclamación de que "el infierno existe y es eterno" es la continuación de esa estrategia papal. Lo curioso es que su antecesor, el polaco Juan Pablo II, muerto hace dos años, corrigió a fondo y en la dirección contraria el concepto tradicional del catolicismo sobre el infierno. Lo hizo en el verano de 1999, en cuatro audiencias consecutivas, cada una dedicada a desmontar la credulidad popular sobre el cielo, el purgatorio, el infierno e, incluso, el diablo. "El cielo", dijo entonces el pontífice polaco, no es "un lugar físico entre las nubes". El infierno tampoco es "un lugar", sino "la situación de quien se aparta de Dios". El Purgatorio es un estado provisional de "purificación" que nada tiene que ver con ubicaciones terrenales. Y Satanás "está vencido: Jesús nos ha liberado de su temor".
La homilía sobre el infierno la pronunció el papa Juan Pablo II en la audiencia del miércoles 28 de julio de 1999. Dijo: "Las imágenes de la Biblia deben ser rectamente interpretadas. Más que un lugar, el infierno es una situación de quien se aparta del modo libre y definitivo de Dios".
¿Por qué el papa polaco revisó entonces la doctrina oficial sobre el Más Allá? La primera respuesta tenía que ver con "el acoso de la ciencia", en palabras de los teólogos. Roma no quería repetir la amarga historia de Galileo.
La segunda razón tenía que ver con las estadísticas: el 60% de los romanos católicos cree en Cristo, pero no en el infierno ni en el paraíso. Por último, aquel papa cumplía una obligación conciliar, retrasada mucho más de lo prudente. La Iglesia vive en su tiempo, y ha de poner al día la interpretación que en el pasado se hizo de los textos sagrados. Se trata del aggiornamento, la palabra preferida de los papas Juan XXIII y Pablo VI, impulsores del revolucionario Vaticano II, celebrado entre 1962 y 1965.
La decisión de Benedicto XVI de volver a poner sobre la mesa, sin matices, la idea del infierno eterno choca con ese pasado reciente. No es su primera vuelta al pasado.
También ha autorizado las misas en latín con el oficiante de espaldas a los feligreses, por citar un sólo ejemplo. Lo curioso es que hace menos de un año, el 6 de octubre de 2006, este papa mantenía el timón de Juan Pablo II haciendo público el documento de los expertos sobre la inexistencia del limbo, otra de las piezas señeras del Más Allá católico.
Según los catecismos clásicos, el limbo de los niños era el lugar al que iban a parar quienes morían sin uso de razón y sin haber sido bautizados. Un lugar sin tormento ni gloria. El castigo consistía en vivir en una tercera clase de cavidad distinta del cielo y el infierno, en el que las almas cándidas, además de estar privadas de gloria, sufrirían la condenación de la ausencia de quienes habían tenido la fortuna de salvarse: padres, hermanos y demás familia. La doctrina tridentina incentivaba con tales argumentos el bautismo rápido de los recién nacidos.
La doctrina que coloca en el limbo a los niños muertos sin haber cometido pecado, pero con la culpa del pecado original no lavada por el bautismo, es de origen medieval y poco relevante entre los teólogos modernos a no ser porque se hermana con la idea, también arrumbada por el Vaticano II, de que fuera de la Iglesia romana no había salvación.
La decisión de cerrar el limbo la impulsó el papa polaco encargando el asunto a una Comisión Teológica Internacional liderada por el hoy papa Ratzinger. La encomienda tenía su relevancia porque no era sólo liquidar la idea de cielo o infierno como lugares concretos en el firmamento, sino un repaso en toda regla a las tesis clásicas sobre el pecado original. En esta revisión cartográfica, la semana pasada Ratzinger solucionó uno de los vacíos creados por su antecesor. Tras la eliminación del limbo, a los padres creyentes les preocupaba la situación de los niños muertos no bautizados. La vuelta al paraíso es la solución apuntada.
Desde san Agustín al Vaticano II la Iglesia de Roma había sostenido la visión clásica del hombre en pecado desde que Eva y la serpiente liaron a Adán para comerse juntos una manzana. La escatología cristiana posterior al Vaticano II sostiene que fue introducido por san Agustín, al extender a todos los hombres la culpa por aquel pecado original -sucedido en un paraíso que la ciencia tampoco pudo encontrar-, lo que hizo fue una mala traducción de una de las epístolas de san Pablo.
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